F. Garc�a Lorca
Las piquetas de los gallos | �Qu� pena tan lastimosa! Lloras zumo de lim�n agrio de espera y de boca. -�Qu� pena tan grande! Corro mi casa como una loca, mis dos trenzas por el suelo, de la cocina a la alcoba. �Qu� pena! Me estoy poniendo de azabache carne y ropa. �Ay, mis camisas de hilo! �Ay, mis muslos de amapola! -Soledad, lava tu cuerpo con agua de las alondras, y deja tu coraz�n en paz, Soledad Montoya O
Por abajo canta el r�o: |
EL NI�O YUNTERO Miguel Hern�ndez
Carne de yugo, ha nacido m�s humillado que bello, con el cuello perseguido por el yugo para el cuello. Nace, como la herramienta, a los golpes destinado, de una tierra descontenta y un insatisfecho arado. Entre estiercol puro y vivo de vacas, trae la vida un alma color de olivo vieja ya y encallecida. Empieza a vivir, y empieza a morir de punta a punta levantando la corteza de su madre con la yunta. Empieza a sentir, y siente la vida como una guerra, y a dar fatigosamente en los huesos de la tierra. Contar sus a�os no sabe, y ya sabe que el sudor es una corona grave de sal para el labrador. Trabaja, y mientras trabaja masculinamente serio, se unge de lluvia y alhaja de carne de cementerio. A fuerza de golpes, fuerte, y a fuerza de sol, bru�ido, con una ambici�n de muerte despedaza un pan re�ido. Cada nuevo d�a es m�s ra�z, menos criatura, que escucha bajo sus pies la voz de la sepultura. Y como ra�z se hunde en la tierra lentamente para que la tierra inunde de paz y panes su frente. Me duele este ni�o hambriento como una grandiosa espina, y su vivir ceniciento revuelve mi alma de encina. Le veo arar los rastrojos, y devorar un mendrugo, y preguntar con los ojos que por qu� es carne de yugo. Me da su arado en el pecho, y su vida en la garganta, y sufro viendo el barbecho tan grande bajo su planta. �Qui�n salvar� a este chiquillo menor que un grano de avena? �De d�nde saldr� el martillo verdugo de esta cadena? Que salga del coraz�n de los hombres jornaleros, que antes de ser hombres son y han sido ni�os yunteros. |
DESPUES DEL AMOR Miguel Hern�ndez
No pudimos ser. La tierra no pudo tanto. No somos cuanto se propuso el sol en un anhelo remoto. Un pie se acerca a lo claro, en lo oscuro insiste el otro. Porque el amor no es perpetuo en nadie, ni en m� tampoco. El odio aguarda un instante dentro del carb�n m�s hondo. Rojo es el odio y nutrido. El amor, p�lido y solo. Cansado de odiar, te amo. Cansado de amar, te odio. Llueve tiempo, llueve tiempo. Y un d�a triste entre todos, triste por toda la tierra, triste desde m� hasta el lobo, dormimos y despertamos con un tigre entre los ojos. Piedras, hombres como piedras, duros y plenos de encono, chocan en el aire, donde chocan las piedras de pronto. Soledades que hoy rechazan y ayer juntaban sus rostros. Soledades que en el beso guardan el rugido sordo. Soledades para siempre. Soledades sin apoyo. Cuerpos como un mar voraz, entrechocando, furioso. Solitariamente atados por el amor, por el odio. Por las venas surgen hombres, cruzan las ciudades, sordos. En el coraz�n arraiga solitariamente todo. Huellas sin campa�a quedan como en el agua, en el fondo. S�lo una voz, a lo lejos, siempre a lo lejos la oigo, acompa�a y hace ir igual que el cuello a los hombros. S�lo una voz me arrebata este armaz�n espinoso de vello retrocedido y erizado que me pongo. Los secos vientos no pueden secar los mares jugosos. Y el coraz�n permanece fresco en su c�rcel de agosto, porque esa voz es el alma m�s tierra de los arroyos. "Mi fiel: me acuerdo de ti despu�s del sol y del polvo, antes de la misma luna, tumba de un sue�o amoroso." Amor: aleja mi ser de sus primeros escombros, y edific�ndome, dicta una verdad como un soplo. Despu�s del amor, la tierra. Despu�s de la tierra, todo. |